Érase una vez, en un reino muy lejano, una mujer que vivía con sus dos hijas, Anastasia y Drizella, y con su hija adoptiva, Cenicienta. El padre de Cenicienta conoció a esta mujer, Lady Tremaine, y se enamoró de ella.
Por desgracia, un día el padre de Cenicienta murió y la muchacha quedó a cargo de Lady Tremaine, que demostró ser una mujer cruel y egoísta.
Fue por eso que la joven Cenicienta se convirtió en una criada de la casa desde muy temprana edad.
A pesar de todo, Cenicienta era una muchacha buena y cariñosa, como su padre. Ella se sentía cómoda en la cocina, trabajando junto a las otras empleadas y compartiendo secretos y anécdotas con ellas.
—¡Cenicienta! —dijo Flora, una de las cocineras—. Mira si han llegado las cartas y dáselas a Lady Tremaine. ¡Que ya sabes cómo se pone!
Cenicienta recogió el correo y caminó todo lo rápido que pudo escaleras arriba, hacia la habitación de su madrastra, porque ella no le permitía correr por la casa.
—¿Quién es?
—Soy yo, señora —dijo Cenicienta—. Le traigo la correspondencia.
Cenicienta abrió la puerta despacio, como si estuviese a punto de entrar a la guarida de una bestia feroz y peligrosa. Y así era. Lady Tremaine estaba sentada en la cama, en la oscuridad, leyendo un pequeño libro con aire distinguido y serio.
—Su correspondencia, señora. —Cenicienta le tendió el correo a Lady Tremaine con la mano temblorosa. Lady Tremaine se la arrebató de las manos.
—Estos días hace mucho frío. ¿Te has cerciorado de que la chimenea esté limpia?
—Aún no he tenido tiempo, señora.
—¿Y a qué esperas?
—Sí, señora.
Cenicienta estaba limpiando la chimenea cuando escuchó a Lady Tremaine bajando las escaleras, apresurada. Era tan raro ver a su madrastra mostrando cualquier tipo de emoción que se quedó embobada con la escena.
—¡Hijas! ¡Hijas! —decía Lady Tremaine.
—¿Qué pasa? —dijo Anastasia.
—¡Mamá, que te ahogas! —preguntó Drizella.
—¡Hijas, mirad la carta que nos han enviado! ¡Es una invitación al baile real!
—¡¿Qué?! —gritaron Anastasia y Drizella al unísono antes de comenzar a dar saltos y gritos por toda la estancia.
—¡Vaya, eso no es comportarse como una señorita como soléis presumir! —dijo Cenicienta.
—¿Tienes algo que decir sobre los modales de mis hijas? —preguntó Lady Tremaine. Cenicienta agachó la cabeza—. Al menos, mis hijas podrán acudir al baile real y conocer al príncipe. Quizá una de ellas se convierta en tu futura reina. Y tú no pasarás de ser una sierva como las demás.
—¿Sabe, señora? Si faltásemos en esta casa, estaríais rodeadas de suciedad y os moriríais de hambre en menos de una semana, así que no debería faltarnos al respeto de ese modo.
Lady Tremaine alzó la mano para intimidar a Cenicienta por su osadía, pero se lo pensó dos veces. En su lugar, se dirigió a sus hijas y les susurró algo. Anastasia y Drizella rieron y corrieron escaleras arriba; al cabo de unos minutos, volvieron con todos los vestidos y zapatos de Cenicienta.
—Le he dicho a mis hijas que busquen los vestidos y zapatos que más les gusten de tu armario —dijo Lady Tremaine—. Se van a quedar los que quieran.
—¡Y yo me quedo con estos zapatos de cristal! —dijo Drizella.
—¡Los zapatos no! —suplicó Cenicienta—. ¡Fueron un regalo de mi padre!
—Por cierto, ¿has limpiado la chimenea, como te dije? —dijo Lady Tremaine.
—Sí —dijo Cenicienta.
—A ver si es verdad —dijo Lady Tremaine, y encendió el fuego de la chimenea. Cuando las llamas cogieron fuerza, la mujer lanzó la ropa de Cenicienta al fuego y ardió en una inmensa llamarada.
—¡No! —dijo Cenicienta.
—Cuando tu ropa termine de arder vuelve a limpiar la chimenea.
Cenicienta observó su ropa arder en el fuego. A lo lejos, Flora la observaba a ella, llena de rabia y tristeza.
Cenicienta observó desde la ventana de su habitación cómo su madrastra y sus hermanastras se marchaban en un hermoso carruaje camino al palacio.
Sentía mucha rabia porque su madrastra había quemado su ropa y una de sus hermanastras se había llevado los zapatos de cristal que su padre le regaló años atrás.
Sonaron un par de golpes en la puerta. Flora abrió lentamente y Cenicienta corrió a abrazarla.
—¡Flora! ¿Qué haces aquí? —dijo Cenicienta, abrazando a su amiga.
—He visto lo que te ha hecho tu familia. Bueno, si se le puede llamar familia. ¡Es tan injusto! —dijo Flora. Se sentó en la cama, al lado de Cenicienta—.
Por cierto, lo que has dicho antes ha sido muy bonito. He estado hablando con las demás sobre lo que ha pasado y se nos ha ocurrido una idea para hacerte sentir mejor.
—¿El qué?
De repente, el resto de cocineras y empleadas aparecieron en la habitación de Cenicienta con un hermoso vestido azul. Estaba cosido a mano y tenía unas hermosas hombreras blancas y estaba acompañado por unos guantes igual de blancos y preciosos.
—Te hemos hecho un vestido nuevo —dijo Flora—. Y vamos a celebrar nuestro propio baile real. Aquí, en la mansión.
—¡Muchas gracias, Flora! ¿Qué haría yo sin ti? —dijo Cenicienta—. Eres como mi hada madrina.
—¡Anda, qué cosas dices! Venga, vístete y baja al comedor. ¡Vamos a ser la envidia del reino! ¡Ni palacio ni palacia!
Lady Tremaine y sus hijas estaban buscando al príncipe por todo el palacio, pero era difícil encontrarle porque el baile estaba lleno de invitados. Por eso y porque el joven se había escapado a la terraza, agobiado por todo el público que había asistido a su baile.
Mirando por la terraza, el príncipe observó la mansión donde vivía Cenicienta, que irradiaba algo especial. La curiosidad le pudo, así que decidió escaparse e ir a ver qué sucedía en aquella mansión. Pero cuando se dio la vuelta, se encontró con Lady Tremaine, Anastasia y Drizella.
—¡Aquí estáis! —dijo la mujer, entusiasmada—. Le he estado buscando por todas partes. Soy Lady Tremaine, invitada a su baile real. Y estas son mis hijas, Anastasia y…
—Disculpe —dijo el príncipe, y se escabulló rápidamente.
—¡Oye, adónde vas! —dijeron Anastasia y Drizella. Ambas muchachas corrieron detrás del príncipe mientras éste se apresuraba escaleras abajo para salir del palacio y llegar a su carruaje, pero no pudieron seguirle el ritmo porque Drizella se tropezó.
—¿Estás bien, hermana? —preguntó Anastasia.
—¡Estos zapatos de cristal son horrorosos! —dijo Drizella—. Es imposible caminar con ellos.
Drizella se levantó con dificultad y Anastasia la ayudó a dirigirse al carruaje, y persiguieron al príncipe a través del camino nocturno.
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