En un pequeño valle bajo el inmenso océano vivía Robby, un pececito naranja y juguetón que disfrutaba descubriendo rincones nuevos cada día. Le encantaba dejarse llevar por las corrientes marinas. A veces, la luz que venía del sol se filtraba entre las aguas y permitía ver a largas distancias bajo el mar. Las corrientes podían ser refrescantes en algunos momentos y cálidas en otros.
El mar era transparente y eso enamoraba a Robby, en él, todo era visible: el amor, la amistad, incluso el miedo o los nervios.
Donde vivía Robby, el agua era mucho más cristalina, tibia y agradable que los alrededores. Su familia vivía allí, sus vecinos eran sus amigos. Todos eran un gran equipo y por eso Robby soñaba con encontrar lugares hermosos y nuevos para mostrarles.
Su sueño convertirse en un gran explorador.
–Nunca pierdas de vista el camino como referencia para volver, hijo –Le decían sus padres, advirtiéndole que podía perderse en tanta inmensidad.
Pero, aún así, Robby salía cada mañana con su bolso lleno de comida para ir a explorar el mar y uno de los motivos era que algo estaba cambiando en su aldea. Poco a poco, el humor de todas las familia que allí vivían se fue transformando convirtiéndose en irritante. Los peces ya no saludaban con tanto ahínco y lo que era más preocupante, el color cristalino del agua parecía que estaba empezando a cambiar convirtiéndose en oscuro, si esto continuaba sucediendo, los peces no iban a poder comportarse de manera transparente y clara, por tanto las conversaciones podían llegar a malentendidos en los cuales se podrían crear conflictos y discusiones, algo inédito en aquella comunidad que se regía por el amor y la paz.
Robby nadaba y nadaba con la esperanza de descubrir la causa de aquel acontecimiento que estaban viviendo. ¿Tal vez serían las sepias que se habrían reunido para soltar tinta en manada? O podría ser que se levantara una gran cantidad de arena del fondo del mar que llegaba a la aldea de mares lejanos? Todo eran hipótesis pero nadie sabía nada cierto.
El pececito disfrutaba al máximo de su día, veía corales de colores desconocidos, observaba otros peces con picos largos o anchos, incluso, de vez en cuando, paseaba en la cola de alguna enorme ballena.
Las ballenas eran de los seres más amigables dentro del mar, su grandeza era tan grande como su cuerpo. Le enseñaban a los demás cómo ser amables con su forma de ser.
Un día, el pececito naranja, se juntó con una enorme ballena azul que se llamaba Laika. Laika era uno de los animales marinos más grandes y sabios que se podían encontrar. Después de una larga conversación sobre el tema, llegó a la conclusión que aquello que estaban viviendo los animales marinos era algo nuevo puesto que en todos los años y generaciones que conocían las ballenas nunca habían visto el océano con las aguas tan turbias. Robby se cogió fuerte a la cola de Laika y juntos viajaron por muchos kilómetros. Viajar con Laika era como ir en tren a toda velocidad, ya que por su tamaño podía recorrer grandes distancias y su sentido de la orientación nunca le fallaba.
Adentrándose en el océano Robby vio algo que le inquietó, tanto, que sacudió la aleta de la Ballena Laika y la instó a dar la vuelta rápidamente.
Sudando, pálido, y con el corazón como un tambor en el pecho, entró corriendo a la aldea.
–Mamá, mamá, he viajado con la ballena por el mar y he visto algo que me ha dado mucho miedo. Algo grande, oscuro, hundido. – No sabía muy bien como describir aquello pero lo que estaba muy claro era que había pasado mucho miedo. – ¡Vamos, vamos! – les gritaba a sus padres con extrema energía.
Ambos padres se miraron confundidos, no entendían nada de lo que decía el pequeño Robby.
–Robby, respira tranquilamente por favor, luego habla más despacio–contestaron los padres, tratando de calmar al pececito naranja que brincaba de un lado a otro.
Los padres de Robby, siguieron al intrépido pez hasta que llegaron a vislumbrar a mucha distancia una mancha negra muy intensa, enorme y espantosa, se quedaron paralizados y entendieron el porque del miedo que estaba teniendo su pequeño hijo. La preocupación les invadió cuando imaginaron el desastre que significaría para toda la aldea que aquella mancha se acercara.
Laika, la gran ballena azul venía de acercarse a la mancha para encontrar una explicación que les pudiera ayudar a solucionar aquella situación en la que se habían visto inmersos sin motivo alguno. Les contó que quedó atrapa por unos segundos en un remolino negro, aquello era como un líquido viscoso muy difícil de quitar, cuando logró escapar, se alejó malhumorada, como si toda la simpatía que tenía se le hubiera escapado al toparse con aquella mancha negra.
La primera idea que vino a la cabeza de los padres de Robby es que aquella enorme mancha era una fuente de contaminación de la cual las plantas marinas y los peces que nadaban próximos se impregnaban de oscuridad y a menudo discutían, se ponían tristes o sentían cualquier emoción basada en el miedo. El amor y la amistad estaban quedando sepultados bajo aquellas manchas.
–Es enorme, podría destruir nuestra aldea –dijo la mamá de Robby temblando.
Su esposo la abrazó, en un intento de darle paz y calma. Pero él no podía quitar la vista de aquel objeto oscuro.
De inmediato, reunieron a todos los peces de la Aldea y buscaron una solución que pudiera paliar el efecto negativo que estaba causando en ellos la mancha pero fue muy complicado puesto que todos empezaron a discutir buscando culpables entre ellos.
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