Érase que se era, una muchacha a las puertas de la adolescencia. Cuando era niña, su madre la regaló una hermosa caperuza color rojo chillón que la niña siempre llevaba consigo; tal era su amor por aquella prenda que la seguía llevando al cuello, aunque ya no pudiera cubrirle más abajo de los hombros. Por eso, todo el mundo la conocía como Caperucita Roja.
Lo que antes eran prendas y regalos inocentes se acabaron convirtiendo en caprichos. La niña aprendió a corta edad que rebelarse ante los padres era lo que más interesaba a un grupo de posibles amigos, por lo que imitaba a los chavales en todo lo que podía para ganarse su amistad y confianza. Esto derivaba en actitudes rebeldes, caprichos consentidos e ir a contracorriente de forma constante contra todo lo que le dijera su madre.
Ella, esta madre, no sabía qué hacer con su pequeña. Sabía que, en el fondo, su niña dulce y buena seguía ahí, en alguna parte, pero que la presión de grupo la superaba a su corta edad, lo que la llevaba a actuar con rebeldía para poder hacer amiguitos que no eran amigos realmente, porque los amigos te quieren tal y como eres. Pero seguía confiando en que su hija se daría cuenta de que ella, su madre, velaba por su bien, en todo lo que hacía y en todo lo que le decía. Por eso, seguía con algunas tradiciones familiares, para que su pequeña no olvidase nunca de dónde venía para saber hacia dónde iba.
Un día, como de costumbre, su madre le pidió que fuera a la casa de su abuelita para llevarle un poco de comida y, de paso, hacerle compañía. Sabía que Caperucita adoraba estar con su abuela, pasando una tarde de juegos y chucherías. Sin embargo, la pequeña se quejó, porque le aburría ir a ver a su abuelita, como a todos sus amigos. Pero su madre insistió en que fuera a verla, porque su abuelita la quería mucho, la trataba muy bien y le haría mucha ilusión que pasaran la tarde juntas. De modo que Caperucita cogió su mochila y salió de la casa, arrastrando los pies con desgana.
Caperucita ensayó la cara de disgusto que llevaría durante los quince minutos de trayecto que separaban su casa de la de su abuelita. Entonces, se encontró con un grupo de niños a los que quería impresionar, pero no quería que supieran adónde se dirigía, porque se reirían de ella. Ningún niño se divertía con sus abuelos; ellos pasaban las tardes jugando juntos, haciendo travesuras y desafiando a los adultos. Eso era lo divertido, y no hacer caso a los padres ni visitar a los abuelos, que no saben cómo divertirse.
—¡Hola, Caperucita! —dijo un niño que la vio al pasar—. ¿Quieres jugar con nosotros?
La niña se sintió muy tentada de aceptar y no ver a su abuelita, pero no sabía cómo librarse del recado. Aunque tampoco sabía cómo escaquearse, de modo que intentó no hablar demasiado.
—No puedo, tengo que ir a hacer un recado.
—¿Qué recado es ese? —dijo otro niño—. ¿Te lo ha mandado tu mamá? Mi mamá me manda recados, pero yo no la hago caso.
—Yo tampoco —rió el otro niño.
—Ya, yo tampoco… —mintió Caperucita.
—¡Pero si estás diciendo que vas a un recado! —dijo uno de los niños—. ¿Adónde vas?
—Yo lo sé —dijo el otro—, va a ver a la aburrida de su abuela, como siempre. ¿A que sí, Caperucita?
—No, no voy a eso —mintió de nuevo.
—¡Cómo que no! —dijo uno de los niños, arrebatándole la mochila—. ¿Y qué llevas aquí dentro? ¿Comida? ¿Para quién es, si no es para la aburrida de tu abuela?
—¡A lo mejor es para nosotros! —gritó animado el otro niño.
—¡Devolvedme la mochila! —dijo Caperucita, al borde del llanto.
—Vale, vale, sólo era una broma —dijo uno de los niños.
—¡No tienes sentido del humor, Caperucita! ¡No mola nada jugar contigo!
—¡Sí que mola! —dijo la niña, su orgullo herido.
—¡Venga ya, si eres una aburrida que sólo sabe hacerle caso a su madre! ¡Y tu mejor amiga es tu abuela!
—¡Tu mejor amiga es tu abuela! —se burló el otro niño.
—Eso no es verdad, yo tengo muchos amigos —dijo Caperucita, ya entre lágrimas.
—¿Pero quién va a querer ser amigo tuyo? ¡Si eres aburridísima, como tu abuela!
—¡Eso, eso!
—¡Eso no es verdad! —insistió Caperucita.
—Entonces, ¿por qué no lo demuestras? ¿Por qué no te quedas aquí con nosotros y nos comemos la comida entre todos? —dijo uno de los niños. Caperucita barajó la opción pero, en el fondo, era una buena niña. Y por mucho que quisiera impresionar a esos niños, la imagen de su abuela, esperándola, triste porque Caperucita no había ido a verla, superó sus ganas de impresionar a nadie.
—No, debería irme ya —dijo Caperucita, intentando huir de allí.
—Déjala —dijo el otro niño—, es una aburrida. Sólo saber hacerle caso a su mami.
—¡Eso no es verdad! —dijo Caperucita, desesperada porque no la dejaban en paz.
—¡Demuéstralo, entonces! ¿A que no te atreves a ir por el bosque?
Caperucita vaciló. Su madre no la dejaba ir por el bosque, porque era peligroso porque podría estar repleto de malas personas con intenciones horribles. El camino que ella seguía, bordeando el bosque, era más largo, pero más seguro, y en ese sentido nunca había pensado en desobedecer a su madre, porque parecía genuinamente preocupada cuando le hablaba del bosque.
—¡Cómo se va a atrever, si es una aburrida! —dijo el otro niño.
—¡Yo no soy aburrida!
Y, con las carcajadas de los niños de fondo, Caperucita se adentró temblando en el bosque.
Caperucita comprendió entonces por qué su madre no la dejaba ir por allí: era un lugar oscuro, silencioso. Daba miedo. Pero Caperucita intentó disimular su terror, intentando convencerse de que su madre era una exagerada al prohibirla ir por esa zona para visitar a su abuelita. Entonces, escuchó las hojas del bosque moverse y se dio la vuelta, pero no vio a nadie.
Caperucita siguió caminando, pero juraba que escuchaba unas pisadas haciendo eco de las suyas. Aceleró el paso, pero las otras pisadas la imitaron. Caperucita siguió acelerando, nerviosa, hasta que echó a correr sin darse cuenta. A medida que corría, notaba que las otras pisadas la alcanzaban y de tanto correr, se acabó tropezando y cayó al suelo. Notó la sombra de una enorme figura la encerraba en un halo de oscuridad y, cuando se giró, pudo ver a una figura inmensa acercándose a ella, con mucho pelo por aquí y por allá. Pensó que podría tratarse de un lobo y, con el corazón encogido de terror, la pequeña se echó a llorar.
—Oye, ¿estás bien? —dijo la voz grave de un hombre. El saber que se trataba de un ser humano tranquilizó a la pequeña.
—¿No es un lobo? ¿No va a comerme?
—Ya veremos —bromeó el hombre—, ¿qué haces aquí, solita en el bosque?
—Voy a casa de mi abuelita, pero me he asustado y no sé si me he perdido.
—¿Y dónde vive tu abuelita? A lo mejor podría acompañarte —dijo el hombre. Caperucita no sabía qué responder, porque su madre también le decía que no debía hablar con desconocidos, y mucho menos dar información privada. Pero no sabía si podría salir de aquel bosque por su cuenta.
—Vive al otro lado del bosque, en la zona norte. No sé dónde está el norte.
—Yo sí lo sé. Deja que te acompañe.
El hombre le tendió la mano a Caperucita, que se la dio. Durante el breve camino, el hombre le preguntó a Caperucita sobre la casa de su abuela, y Caperucita le contó que solía visitarla a menudo porque vivía sola y que los días que ella iba a visitarla, ni siquiera hacía falta tocar la puerta porque la anciana se la dejaba abierta. El hombre, que escuchaba atentamente, la acompañó hasta que pudieron salir del bosque, y Caperucita se sintió muy agradecida. Tanto, que le quiso dar un poco de la comida que llevaba como agradecimiento, pero el hombre declinó la oferta.
—¿No quieres que te acompañe hasta la casa de tu abuelita?
—No hace falta, está muy cerca de aquí.
—¿Seguro?
—Seguro, ¡es esa! —dijo Caperucita, señalando una casa que estaba al otro lado de la calle.
—Bueno, pero ya que te he acompañado hasta aquí, puedo llevarte hasta la casa de tu abuelita, ¿no? —dijo el hombre—. Así te aseguras de que nadie te haga nada. Te fías de mí, ¿no?
Caperucita vaciló, porque su madre la pedía no fiarse de extraños, pero ese hombre parecía simpático y la había ayudado a salir del bosque. De modo que dejó que aquel extraño la acompañase a la casa de su abuelita.
Cuando llegaron, el hombre abrió la puerta, pues recordó las palabras de la niña: que su abuela nunca cerraba la puerta cuando ella iba a visitarla, para que pudiera entrar sin problema. La niña, que encontró el salón vacío, fue a gritar a su abuelita que ya estaba en casa, pero el hombre abrió y cerró la puerta muy despacio para no hacer ruido y le dijo a Caperucita que no gritase.
—Tengo una idea —dijo el hombre—, ¿qué te parece si hoy le das una sorpresa a tu abuela?
—¿Qué tipo de sorpresa?
—Veamos… Puedes esconderte y, cuando ella aparezca, ¡la sorprendes! Seguro que se alegrará mucho más de verte. Yo puedo asegurarme de que está en casa y luego, me voy y te dejo con ella.
A Caperucita le pareció una idea divertida, de modo que se escondió detrás del sillón. El hombre recorrió la casa pisando con mucho cuidado, y a Caperucita le sorprendió no escuchar nada teniendo en cuenta lo grande que era aquel desconocido.
Escuchó al fondo de la casa un pequeño ruido, pero no le dio importancia; supuso que el hombre había encontrado a su abuela. Escuchó sus pisadas de nuevo en el salón, en dirección a la puerta, pero entonces escuchó cómo el cerrojo hacía un “clack” y luego, de nuevo, unas pisadas que se alejaban hacia la cocina.
Caperucita, extrañada, se asomó un poco a través del sillón, y pudo ver una figura dirigiéndose a la cocina. Convencida de que se trataba de su abuela, salió de su escondite silenciosamente y dio un salto justo en la puerta de la cocina, para darle una sorpresa.
—¡Sorpresa! —gritó Caperucita. La figura, sin embargo, no se inmutó.
—Vaya, hola, cariño —dijo una voz quebradiza, más extraña de lo normal.
—¿Y por qué tienes esa voz tan rara? —dijo la niña.
—Ay, cariño, qué cabeza la mía. Como dejo la puerta entreabierta para que pases, habrá entrado aire y me he quedado ronca —dijo su abuelita, todavía sin salir a recibirla.
Caperucita entró en la cocina. Allí, pudo ver una extraña figura a contraluz. Una silueta que no parecía coincidir con la que recordaba de su abuelita: era más grande, más ancha y parecía estar gacha para fingir ser más menuda. Era algo extraño. Caperucita abrió su mochila y dejó la comida en la encimera, y le pidió un vaso de agua a su abuelita. La anciana cogió un vaso y lo colocó debajo del grifo. La muchacha observó el extraño perfil de su abuela entre las sombras. Sólo se oía el agua correr.
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